Regulando a los reguladores


Jorge L. Velázquez Roa

@JorLuVR

 

En mi entrega anterior (http://www.sanchezcarrillo.tv/colaboraciones/predicar-con-el-ejemplo/) comentaba que la función reguladora del Estado es tan importante como la emisión de papel moneda, el establecimiento de un presupuesto público o el cobro de impuestos. Forma parte de ese conjunto de funciones “soberanas” que en la antigüedad recaía exclusivamente en los monarcas y que con el paso de tiempo se asociaron de manera natural al Estado. Desde el Código de Hammurabi en la antigua Mesopotamia hasta nuestros días, el Estado emite leyes y otros instrumentos normativos con distintos fines y motivaciones como controlar ciertas actividades, castigar determinadas conductas o proteger a grupos, sectores o de manera general contra ciertos riesgos, entre otros.

Ejemplos recientes y con cierta resonancia pública en nuestro país incluyen la aprobación y promulgación de la llamada ley Fintech, la cual busca regular los servicios financieros que se prestan a través de medios electrónicos como los servicios de fondeo masivo (crowdfunding) y el uso de activos virtuales como las criptomonedas. Asimismo, esta semana la Cámara de Diputados aprobó y turnó al Senado el dictamen del proyecto de Ley General de Comunicación Social que busca regular la publicidad gubernamental y transparentar el manejo de recursos públicos para tal fin, de todos los poderes, de los tres órdenes de gobierno y de los entes públicos. Estas son regulaciones que sin duda buscan resolver problemas que como sociedad enfrentamos. Sin embargo, hay que señalar que la función reguladora del Estado no es exclusiva del poder Legislativo, ya que el poder Ejecutivo, el poder Judicial, los organismos con autonomía constitucional, así como los diferentes niveles de gobierno en México, entre otros, tienen también facultades para emitir determinados tipos de regulaciones.

Aunado a lo anterior, el acelerado desarrollo de las tecnologías de la información en los últimos años ha planteado nuevos retos a las entidades reguladoras del Estado. Desde hace algunos años se ha venido discutiendo a nivel internacional la pertinencia de regular -y cómo hacerlo- la prestación de servicios que se hace a través de plataformas electrónicas, por ejemplo Uber en transporte y Airbnb en hospedaje, entre las más conocidas. Incluso, en su comparecencia de esta semana ante el Senado de Estados Unidos, Mark Zuckerberg, el dueño de Facebook admitió por primera vez la necesidad de regular a las redes sociales. La respuesta a nivel internacional hasta ahora ha sido variada con autoridades en algunos países restringiendo o prohibiendo la prestación de estos servicios hasta aquellas que simplemente no han intervenido de manera alguna, lo cual muestra que no existe un consenso respecto a si esto debería efectivamente de ser regulado y, mucho menos, sobre cómo debería hacerse. Otros sectores que han sido tradicionalmente regulados como el financiero, el energético o de telecomunicaciones, también plantean nuevos retos derivados del cambio tecnológico, pero también de las preferencias y patrones de consumo.

Esta compleja realidad regulatoria, así como la necesidad de contar con marcos regulatorios claros que promuevan la competencia, la innovación, el crecimiento y al mismo tiempo protejan la salud, el medio ambiente, la seguridad y la privacidad de las personas, hacen imperativo que los procesos regulatorios, es decir, los procesos bajo los cuales se diseñan, desarrollan, implementan y hacen cumplir las regulaciones, se adapten a las nuevas circunstancias y sean cada vez más abiertos y transparentes. El objetivo final no son los procesos per se, sino mejorar y racionalizar la función reguladora del Estado.

No es casualidad que, en el Senado de Estados Unidos, desde hace prácticamente un año se discute un proyecto de ley, la Regulatory Accountability Act of 2017, que justamente busca actualizar el marco normativo que da sustento a su política regulatoria. De fructificar, esta ley sería la más importante reforma a su política regulatoria desde 1946. No es de extrañar, por lo tanto, que este proyecto de ley haya sido objeto, aún antes de su presentación en el Senado, de una amplia discusión entre expertos, académicos, thinks tanks, congresistas, asociaciones y funcionarios públicos, que todavía continúa al día de hoy. Nada asegura su aprobación, pero al menos se ha abierto un debate importante sobre los pros y contras de dicha propuesta. Uno de los puntos centrales de este debate es si la oficina del gobierno federal encargada del cumplimiento de la ley, OIRA (por sus siglas en inglés), debería o no supervisar a las agencias independientes.

En la Cámara de Senadores de México, como se comentó la semana pasada, también se discute actualmente una iniciativa de Ley General de Mejora Regulatoria. De ser aprobada, esta iniciativa también en nuestro caso representaría la reforma más importante en la materia desde el año 2000. El objetivo de la ley es sentar las bases para contar con una política pública de Estado en materia regulatoria y establecer los principios rectores a nivel nacional de dicha política. Con ello se estaría “regulando a los reguladores” a nivel nacional y no solo a los de la administración pública federal. En este sentido, la iniciativa responde a la idea señalada de actualizar y racionalizar la función reguladora del Estado.

No obstante lo anterior, el mismo proyecto excluye de su aplicación (salvo por lo que respecta al Catálogo Nacional de Regulaciones, Trámites y Servicios) a los poderes legislativo, judicial, así como a los organismos con autonomía constitucional de los órdenes federal o local y los organismos con jurisdicción contenciosa que no formen parte de los poderes judiciales. Así, al no estar obligados a observar los principios rectores de la política regulatoria ni a utilizar las demás herramientas previstas, como el análisis de impacto regulatorio, se pierde por completo el espíritu de una política regulatoria de Estado y se diluye en los hechos el objetivo de mejorar y racionalizar la función reguladora del Estado. En otras palabras, la idea de “regular a los reguladores” se vuelve a fragmentar.

Si bien es entendible el argumento del pleno respeto a la independencia de poderes y a la autonomía de algunos organismos, se debería debatir amplia y públicamente, tanto en el Congreso como en otros foros, los pros y los contras de excluir de antemano a todos estos reguladores. El sujetarlos -al menos a algunos de ellos-, a través de la ley, a observar los principios rectores de la política regulatoria y a adoptar ciertas herramientas esenciales de la mejora regulatoria (sin que ello signifique que sean supervisados por la dependencia del gobierno federal encargada del cumplimiento de la ley), no necesariamente implica que se viole su independencia o su autonomía.

 

 

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