Las fallas del Estado mexicano


Jorge L. Velázquez Roa

@JorLuVR

 

Hace casi quince años, el reconocido politólogo Guillermo O’Donnell, conocido por sus trabajos e investigaciones sobre democracia y el Estado burocrático autoritario, escribió un texto –en el marco del proyecto ‘La Democracia en América Latina’ del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo– en el que desarrolló diez tesis acerca del Estado en América Latina, y cuya vigencia sigue intacta hoy en día.

Para ello propuso una definición de lo que entendía por Estado y resaltaba tres dimensiones del mismo: 1) El Estado como un conjunto de burocracias (“estas burocracias, generalmente organizaciones complejas, tienen legalmente asignadas responsabilidades apuntadas a lograr o proteger algún aspecto del bien, o interés público, general”); 2) el Estado como un sistema legal (“un entramado de reglas legalmente sancionadas que penetran y codeterminan numerosas relaciones sociales”), y 3) el Estado como un foco de identidad colectiva para los habitantes de su territorio (“Típicamente, los funcionarios del estado, especialmente los que ocupan posiciones en su cúpula institucional [el gobierno], afirman que el suyo es un estado-para-la-nación o un estado-para-el-pueblo”). Estas dimensiones el autor las asocia respectivamente a la eficacia, la eficiencia y la credibilidad del Estado.

Tras una digresión analítica sobre la lógica de las asociaciones complejas (como el Estado) y una digresión histórica acerca del origen y surgimiento del Estado, O’Donnell señala que los Estados latinoamericanos son débiles, ya que a la luz de las dimensiones señaladas estos Estados no han cumplido (o lo han hecho muy pobremente) con sus funciones básicas: “Algunos de ellos han sido débiles en todos los respectos; […] El gran tema, y problema, del estado en América Latina en el pasado, y aún en un presente en el que los regímenes democráticos predominan, es que, con pocas excepciones, no penetra ni controla el conjunto de su territorio, ha implantado una legalidad frecuentemente truncada y la legitimidad de la coerción que lo respalda es desafiada por su escasa credibilidad como intérprete y realizador del bien común”. Esto último se debe esencialmente a que el Estado latinoamericano “ha presentado desde siempre una cara distante y ajena, cuando no hostil, a buena parte de su población. Ha sido habitual (y aún con regímenes democráticos en no pocos casos lo sigue siendo) la doble discriminación implicada por la negación a muchos de sus derechos junto con el otorgamiento de privilegios y la exención de obligaciones a otros; el trato descomedido, cuando no violento por parte de diversos funcionarios estatales; y las dificultades no pocas veces interpuestas al acceso a servicios estatales fundamentales, educación, salud y justicia incluidos”. El autor advierte asimismo sobre el papel fundamental que tiene el Estado “por la positiva y por la negativa y por acción u omisión, sobre el funcionamiento, la posible expansión y, por cierto, los peligros de caducidad de la democracia”.

De lo dicho en el párrafo anterior, nada parece ser ajeno al caso de México: Las burocracias del Estado mexicano han sido ineficaces en la provisión de bienes públicos (piénsese en las calles con baches o la falta de seguridad pública) y de soluciones a problemas de acción colectiva (piénsese en la falta de representatividad de los sindicatos); el Estado ha fallado en extender la legalidad, tanto territorialmente (piénsese en los territorios dominados por el crimen organizado) como entre categorías sociales (piénsese en el escaso acceso a la justicia de ciertos grupos de escasos recursos), y hacer que prevalezca un verdadero Estado de Derecho (véase mi colaboración sobre este tema http://www.sanchezcarrillo.tv/colaboraciones/el-estado-del-estado-de-derecho-mexico-en-decadencia/); finalmente, el Estado no ha cumplido con amplios sectores de la población en reducir sus niveles de pobreza y de desigualdad, con elevar su nivel de bienestar, en darle acceso a servicios públicos y hacerles sentir que son efectivamente ciudadanos de pleno derecho, de manera que no se sientan excluidos y se sientan parte de esa identidad colectiva (ser mexicano, pero no de segunda, tercera o cuarta clase). Todo esto afecta la credibilidad del Estado mexicano y ha causado una gran desafección hacia el mismo que se traduce en un rechazo e irritación por parte de estos sectores. Por si no fuera poco –como lo planteó O’Donnell–, esto lleva a una fragilización de las bases del propio régimen democrático.

Reflejo de lo anterior es el desencanto de los mexicanos con la democracia, pues solo un bajo porcentaje de la población (18% según el informe 2017 de Latinobarómetro) está satisfecha con la democracia y un elevado porcentaje (90% según el mismo informe) cree que el país “está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio”. ¿Acaso debería extrañarnos que bajo estas circunstancias (agravios señalados + desencanto democrático) el candidato de Morena, Andrés Manuel López Obrador, quien se presenta como el único que puede cambiar las cosas de fondo, y que a pesar de tener rasgos de un líder populista, autoritario y que no respeta las instituciones democráticamente establecidas, sea el que lidere actualmente las encuestas?

En su más reciente libro, ‘El Pueblo soy yo’, el historiador mexicano Enrique Krauze analiza a través de una serie de ensayos el fenómeno del poder personal absoluto y el populismo. En él, el autor señala que la proliferación del caudillismo populista en Latinoamérica se explica no solo a partir de los agravios señalados (pobreza, desigualdad, marginación, entre otros), sino también –en línea con el pensamiento del historiador Richard Morse– a partir de la cultura política de América Latina que se caracteriza por un carácter paternal de la política. Nuevamente, esta situación no sería ajena a nuestro país, el cual, con solo breves capítulos realmente democráticos en su historia, se encuentra hoy otra vez –como señala Krauze– en la antesala del populismo.

Si México desea evitar las derivas populistas, el Estado mexicano debe empezar (debería haber empezado desde hace varios años en realidad) por cumplir con sus funciones básicas: contar con burocracias eficaces, con un sistema legal efectivo y un verdadero “intérprete y realizador del bien común” (O’Donnell). Ello no solo le daría legitimidad y credibilidad, sino que lo fortalecería y lo “ensancharía” al incorporar a toda esa masa de ciudadanos (de jure) que en la práctica han sido marginados y, en muchos sentidos, olvidados. El corolario sería una democracia más robusta.

 

 

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