La corrupción ¿un asunto de voluntad?


Jorge L. Velázquez Roa

@JorLuVR

Que la corrupción en México sea un problema endémico no es una novedad. Para muestra un botón: la última edición del Índice de Percepción de la Corrupción (2017), difundido año con año por la organización Transparencia Internacional, nos situó en el lugar 135 de entre 180 naciones evaluadas. Un año antes, nuestro país estaba en el sitio 123, es decir, cayó en solo un año 12 lugares en la clasificación general. A nivel regional, solo estamos mejor situados que Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Haití y Venezuela. A nivel internacional, nuestro país se encuentra empatado con países como República Dominicana, Honduras, Rusia, Kirguistán, Papúa Nueva Guinea y Laos. Asimismo, somos el país peor evaluado entre los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el G20. Otros índices y encuestas nacionales también revelan elevados niveles de corrupción que igual involucran a políticos y funcionarios públicos que a medios de comunicación, ciudadanos, universidades y hasta las iglesias (https://bit.ly/2nFGdYX).

No en vano, el tema de la corrupción fue uno de los principales temas de campaña, junto con la violencia y la desigualdad, en la pasada elección federal, y en particular fue el caballito de batalla del entonces candidato y hoy presidente electo de México. Su principal planteamiento fue, palabras más palabras menos, que el problema de la corrupción era un problema que se resolvería con la voluntad del Presidente de la República, ya que éste al ser honesto provocaría que todos los demás funcionarios públicos y la clase política fueran honestos. Su analogía favorita era que la corrupción se combatiría de la misma forma como se barren las escalares “de arriba para abajo”. Dicha aseveración parte de una premisa implícita: el comportamiento de los individuos corruptos puede ser modificado a través de un efecto “demostración” de “arriba hacia abajo”. Pero, ¿realmente basta con la voluntad o el ejemplo del Presidente para que todos los demás hagan a un lado la corrupción?

La corrupción es un problema multidimensional que tiene importantes implicaciones económicas (por ejemplo, mayores costos, ineficiencias, menor competencia), sociales (mayor desigualdad) y políticas (gobernabilidad, distribución de poder), y que ha sido abordado desde diferentes disciplinas y enfoques. Si bien este fenómeno se extiende y permea a diferentes sectores de la sociedad, resulta evidente que, sin una voluntad política y una estrategia gubernamental clara, difícilmente se pueden construir mecanismos de prevención, detección y castigo que permitan reducir en general los niveles de corrupción. En este sentido, la voluntad política al más alto nivel es una condición necesaria pero no suficiente para combatir la corrupción; de la misma forma, una estrategia o política anticorrupción es necesaria pero también insuficiente por sí sola, como lo demuestra los esfuerzos recientes reflejados en el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).

La próxima administración federal deberá presentar en los próximos meses su agenda y política en la materia. Lo que revele permitirá, por un lado, confirmar (o no) su voluntad política de acabar con las viejas estructuras, prácticas y costumbres que desde el ámbito público han sido campo fértil para la corrupción, y, por otro, ver cuál es la estrategia que adoptará para ello. Claramente, esta estrategia debe contener un componente institucional y no sólo basarse en un efecto “demostración”. Existen estudios en el campo de la economía del comportamiento que muestran que los mecanismos de control “de arriba hacia abajo” son menos efectivos para reducir la corrupción, que una mezcla primero de un mecanismo “de abajo hacia arriba” (en la que los ciudadanos denuncian) combinado posteriormente con un mecanismo “de arriba hacia abajo”. De la misma forma, otros estudios muestran que la amenaza de sanciones severas es un gran inhibidor de la corrupción, lo que sugiere que el efecto “demostración” no es suficiente y que sin castigo o con impunidad no se podrán reducir los niveles de este fenómeno.

Por el lado institucional, debe continuarse con la construcción del SNA, atendiendo, entre otros aspectos, los problemas de diseño institucional observados en su implementación, y fortalecerlo con otras medidas (para una serie de propuestas, ver por ejemplo la publicación “Hacer efectivo el aparato institucional de combate a la corrupción” en https://bit.ly/2wcyoha). Sean cuales sean estas medidas, para elevar su efectividad, los funcionarios responsables de diseñar las políticas anticorrupción de la próxima administración deben sustentarlas en evidencia de lo que verdaderamente funciona. Para ello, entender el comportamiento de los individuos en relación a la corrupción y cómo, a través del contexto y los incentivos, se puede modificar dicho comportamiento es un buen punto de partida. La campaña ya terminó, ahora se necesitan definiciones que vayan al fondo del problema.

 

 

 

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