Jorge L. Velázquez Roa
@JorLuVR
La decisión del presidente electo de cancelar la construcción del nuevo aeropuerto en Texcoco no debería de sorprendernos. Él siempre se opuso a su construcción y así lo hizo saber, incluso formaba parte de sus propuestas de campaña. En realidad, solo confirma la forma en que habrá de gobernarnos: fue una decisión política, no económica.
Sólo el deseo de que no se cancelara hizo que algunos opinadores y comentaristas avanzaran razones y difundieran la idea de que ya siendo presidente electo su pragmatismo lo llevaría a reconsiderar el destino del proyecto. La mayoría de los argumentos eran lógicamente de corte económico y giraban en torno a los costos que implicaría cambiar la ubicación del futuro aeropuerto. El mismo presidente electo siempre justificó su decisión con base en los elevados costos de la obra y los ahorros que se generarían en consecuencia; él fijó en la agenda pública los términos del debate. Rara vez se habló de los beneficios (sociales no solo económicos) de cada una de las distintas alternativas como es la norma en la evaluación de proyectos, sólo se ponderaron los costos. Pero en el fondo ello no importa porque la decisión estaba tomada de antemano. El “debate público”, la solicitud de estudios y opiniones a los ingenieros de México y otros organismos gremiales y profesionales, así como la famosa “consulta”, solo fueron cortinas de humo y una forma de dar un cariz de inclusión y democracia participativa, pero nada de ello iba a cambiar la decisión que el presidente electo había tomado de tiempo atrás.
Las consecuencias económicas de su decisión nunca fueron una preocupación para el presidente electo. Por el contrario, él sabía que habría sobresaltos, pero para él, el mensaje implícito de dicha determinación era más valioso: mostrar quién manda, tal como luego lo evidenció con el libro del expresidente español Felipe González, que lo acompañó en el video que difundió con motivo de la cancelación del proyecto de Texcoco y la consecuente inquietud que generó en los mercados. Esto tampoco debería de sorprendernos, ya que López Obrador siempre ha mostrado un abierto desdén por todo razonamiento económico “neoliberal” y en esa lógica lo político debe primar sobre lo económico. De hecho, en el video aludido minimiza explícitamente los efectos negativos observados en los mercados y los califica de transitorios. Ojalá que así sea, porque si bien una golondrina no hace primavera, esta fue la primera prueba de fuego de cómo habrá de manejar los asuntos públicos importantes, y de continuar así, se minará la confianza de los inversionistas y los efectos sobre los mercados no serán transitorios sino permanentes, lo cual puede llevar a un rápido deterioro económico.
El desarrollo de nuestro país –desafortunadamente para los malquerientes de todo lo que huela a “económico”– pasa por el crecimiento de la economía; sin éste, no se generarán condiciones de desarrollo, por lo tanto, todo lo que afecte al crecimiento económico representa oportunidades perdidas de desarrollo. El presidente electo podrá mandar, pero si no genera condiciones de crecimiento económico difícilmente podrá llevar a nuestro país a estadios de desarrollo más avanzados. En este sentido, la inversión privada es un importante aliado, pero requiere confianza, de ahí la importancia que el nuevo gobierno genere certidumbre en la forma en que se toman las decisiones. Si el criterio político prevalece sobre el criterio técnico y económico se corre el riesgo de destruir las bases económicas de nuestro desarrollo.
Se podrá argumentar que justamente eso hace parte del cambio de régimen y de la 4ª transformación: que las decisiones que se tomen no estén sujetas a criterios y/o “intereses económicos”. El mismo presidente electo lo ha dicho abiertamente, que se separará por completo el poder económico del político. Desde una perspectiva normativa suena deseable, pero desde un enfoque positivista parece algo imposible. No existe país alguno en la historia de la humanidad donde el poder político no haya estado –en mayor o menor grado– relacionado con el poder económico. Ni si quiera en la extinta Unión Soviética sucedió tal cosa. China, por el contrario, entendió desde hace algunos años que su desarrollo dependía de su crecimiento económico, y desde el poder político se actuó en consecuencia. Ello no quiere decir que todo lo hecho por China o sus cúpulas gobernantes esté bien hecho, pero sí muestra que economía y política están intrínsecamente ligados.
Tampoco debe confundirse el fortalecimiento del Estado con un Estado intervencionista. Lo primero es deseable, ya que un Estado sometido a intereses particulares o de grupo (que en México llamamos poderes fácticos) difícilmente puede velar por el bien común y, por lo tanto, propiciar el desarrollo armonioso de su sociedad. Todos los países desarrollados se caracterizan por tener Estados fuertes. Lo segundo se caracteriza por una desconfianza hacia lo económico o el “mercado” y nos remite al viejo debate de “Estado vs Mercado”. Afortunadamente la historia también nos ha demostrado que un balance entre los dos es lo mejor: los mercados no resuelven todo por sí solos, pero un Estado sin mercado también está condenado al fracaso como lo demuestra el derrumbe del comunismo del siglo XX. Los intentos políticos por intervenir y someter a los mercados siempre han terminado mal.
Ojalá que México, en donde todas las decisiones del próximo presidente serán políticas, no caiga en esa tentación intervencionista (en un claro desdén o falta de conocimiento de lo económico, algunas voces del partido en el poder han llamado ya a utilizar las reservas internacionales o el dinero de las Afores para financiar los proyectos de desarrollo del futuro gobierno). Ello no haría más que generar más sobresaltos económicos. Las trasformaciones pueden ser para bien o para mal, esperemos que la de México sea del primer tipo.