La narrativa oficial y su piel de oveja


Jorge L. Velázquez Roa

@JorLuVR

Me resulta prácticamente imposible no escribir sobre lo que sucede en la esfera pública de nuestro país –como a menudo quisiera–, pero ante el cúmulo de signos ominosos que se ciernen sobre nuestro futuro, no puedo dejar de señalar lo que considero un franco retroceso en materia de ejercicio del poder y gobernabilidad democrática.

A diario nos levantamos con noticias que parecen no tener límite, no solo porque las conferencias mañaneras del Presidente López Obrador son largas y llenas de sorprendentes declaraciones sin mayor sustento que las avale, a veces provenientes de personajes tan grises, obscuros y faltos de calidad moral como Manuel Bartlett pero que cuentan con el aval del Presidente, sino porque también parece haber un concurso entre los miembros del gabinete y morenistas en general para ver quién da la nota del día por las torpes decisiones de política pública que se toman día tras día y las declaraciones que las acompañan. Así, de la nada un día se puede acusar a exfuncionarios sin mayor prueba que el dicho de la autoridad, sin que nadie pueda hacer nada para frenar ese abuso de poder. Al mismo tiempo, se contrata a gente sin la preparación y capacidad necesaria para ejercer ciertas funciones o puestos públicos como si ello no se tratara de amiguismo, tráfico de influencias y corrupción, sin ninguna consecuencia.

Lo más grave de todo esto es que en lugar de evolucionar hacia un sistema de gobierno cada vez más abierto al escrutinio público y a la rendición de cuentas, el nuevo gobierno automáticamente niega los hechos, se los achaca a sus adversarios y al pasado neoliberal o los termina justificando invariablemente mediante la lucha contra la corrupción. Si se canceló el NAIM es porque había corrupción; si cerraron los ductos fue por la corrupción al interior de PEMEX que provocó el huachicoleo; si se canceló el programa de guarderías infantiles se argumenta que se encontraron “irregularidades”; si no les gustan los contratos de la CFE es porque hubo “conflicto de interés” de anteriores funcionarios, y así podría continuar una larga lista. Más allá de que no todos los problemas se reducen a un mero asunto de corrupción (ver mi texto al respecto en https://bit.ly/2V02oaP), estas acciones tienen un común denominador: no se han presentado pruebas o evidencias de la corrupción o de las irregularidades argumentadas y mucho menos hay procesos legales en contra de los presuntos responsable de dichos actos. Es decir, hay mucho verbo, pero poca sustancia y nuevamente mucha impunidad.

Pero para la nueva administración eso no importa, lo verdaderamente relevante para ellos (el gobierno y su claque) es desacreditar todo lo que se oponga a su visión de la historia y del país, así como a su ideología. Según esta visión, todo lo hecho en los últimos 35 años es malo (parece que no hubo absolutamente nada rescatable) y por ende todo problema o mal que nos aqueja hoy es única y exclusivamente consecuencia directa del neoliberalismo, que en esta narrativa es sinónimo de mafia, conservadurismo, corrupción y todo lo que huela a fifí. La “transformación” precisamente consiste en borrar todo lo que remita a ese pasado neoliberal. Eso explica el ataque personal y frontal del Presidente a los organismos autónomos y reguladores económicos (CRE, CNH, IFETEL, COFECE, INAI, INEGI).  Si se habla con la verdad o no eso es lo de menos, si se abusa del poder eso no importa, si se difama pues ni modo, si se destruyen instituciones pues lástima, si se incurre en corrupción (amiguismo, tráfico de influencias, nombramiento de funcionarios notablemente incompetentes, entre otros) pues es parte del precio para “arreglar” este país. En todo caso, esas “peccata minuta” se pueden ocultar de manera relativamente fácil o distraer con otros asuntos como (nuevamente) la lucha contra la corrupción, los beneficios sociales o simplemente achacárselos a los adversarios (a final de cuentas para eso sirven las conferencias mañaneras).

En esta misma lógica entra el doble rasero del Presidente cuando habla convenencieramente de lo legal y lo moral: cuando se le preguntó sobre la última terna enviada al Senado para ocupar un lugar en la Suprema Corte de la Justicia, rápidamente aclaró que no estaba haciendo nada ilegal porque la ley no prohibía postular a un miembro de un partido para ocupar dicho cargo; sin embargo, cuando criticó a los ex presidentes por trabajar en empresas privadas después de dejar el cargo, reconoció que no había nada de ilegal pero apuntó que era inmoral. Entonces cuando le conviene recurre a la legalidad para defender sus actos, pero cuando no, lo legal puede quedar en segundo plano e invoca la (in)moralidad de sus adversarios. Bajo cualquier circunstancia, el único criterio de las autoridades debería de ser la legalidad y nunca la moralidad o inmoralidad de los actos.

Lo más preocupante es que este tramposo proceder provenga de las más altas autoridades del país y sea utilizado como río revuelto para erosionar los contrapesos institucionales, la apertura al escrutinio público y la rendición de cuentas. Las buenas intenciones invocadas no son suficientes para justificar un ejercicio del poder autoritario, aunque éste se cubra con piel de oveja.

 

 

 

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