Carrera hacia el fondo


Jorge L. Velázquez Roa

@JorLuVR

La semana pasada, el 7 de mayo, el presidente francés Emmanuel Macron festejó el primer aniversario de su elección en la segunda vuelta de la elección presidencial que lo vio enfrentarse con la representante de la extrema derecha, Marine Le Pen. Al igual que otras elecciones en los últimos tres años alrededor del mundo, en particular en Occidente, la elección en Francia fue atípica en muchos sentidos, pero sobre todo en que los candidatos enfrentaron un electorado desencantado con los políticos de siempre y con los partidos tradicionales, a los cuales señalaban de no atender sus preocupaciones principales: desempleo, inmigración, inseguridad (terrorismo), futuro de Europa (Brexit) y corrupción, entre otros. De hecho, por primera vez en la historia de la 5ª República ninguno de los dos candidatos en la segunda vuelta pertenecía a alguno de los dos partidos de los cuales habían surgido todos los presidentes hasta ese momento. En sus propias palabras, Macron decía que su llegada al Palacio del Elíseo se debía a una fractura o quiebre con la situación prevaleciente.

En el transcurso de este año, el gobierno –encabezado formalmente por el primer ministro Édouard Philippe, pero cuya influencia y poder real reside en el presidente Emmanuel Macron– ha lanzado un paquete de reformas económicas y sociales ambicioso que, en palabras del mismo gobierno, debería desembocar en la “transformación” del país (el gobierno no habla de reformas sino de transformaciones). A pesar de este lance “rupturista” e impulso “transformador”, el gobierno ha visto poco a poco sus márgenes de maniobra reducirse ante un electorado exigente, pero sobre todo que no logra todavía percibir a nivel individual las bondades de las reformas del actual gobierno (muchos analistas atribuyen buena parte del relativamente buen funcionamiento de la economía francesa en la actualidad a las reformas lanzadas por el anterior presidente François Hollande). De hecho, de acuerdo con los sondeos sobre la confianza de la población en la capacidad del presidente para resolver los problemas del país, su popularidad que inició en alrededor de 60% en junio del año pasado se ha reducido a alrededor de 40% en la actualidad. De la misma forma, la popularidad del primer ministro se ha reducido de alrededor de 50 a 40% en el mismo período.

A simple vista, lo sucedido en Francia no tiene nada que ver con el acontecer de nuestro país; sin embargo, existen algunos paralelismos que nos deberían hacer reflexionar sobre lo que estamos viviendo, en particular en el contexto del proceso electoral que está en marcha, y lo que nos podría esperar en el futuro cercano. Para empezar, hay que mencionar que la elección del próximo 1° de julio se llevará a cabo –al igual que en Francia– en medio de una crisis del sistema de representación: la población en general no cree en la clase política, en sus “representantes” que componen las cámaras del Congreso, ni en los partidos políticos. En todos estos casos, la población mexicana siente –de manera ampliamente justificada– que los unos y los otros ven primero por sus propios intereses antes que por el interés general o el de sus representados. A ello también ha contribuido el desencanto con los gobiernos de la “alternancia”, los cuales no han podido resolver, aunque sea parcialmente, los desafíos más importantes y apremiantes de nuestro país: pobreza (bajos niveles de bienestar en general), desigualdad, inseguridad y falta de justicia.

La percepción generalizada es que a pesar de los cambios a nivel político o de gobierno, todo sigue igual en lo económico y en lo social (de ahí también el desencanto de los mexicanos con la democracia; el informe 2017 de Latinobarómetro muestra que solo el 18% de la población está satisfecha con la democracia) y que las necesidades y preocupaciones del grueso de la población no se atienden (según el mismo informe, 90% de los mexicanos creen que el país “está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio”). Por lo tanto, no hay reformas –como las llevadas a cabo en el primer tercio de este sexenio– que valgan; por muy importantes o necesarias que éstas sean, en tanto las mismas no se reflejen en un mayor nivel de bienestar, la población las pone en duda o simplemente no les reconoce valor alguno. Hay sin duda un ambiente de gran irritación socialen nuestro país.

Esto a su vez, al igual que en Francia, llama a una “ruptura” o “quiebre” con el statu quo y hace que todo lo que suene a cambio, “transformación” o “antisistema” sea música para los oídos de los electores. No es fortuito que las dos principales figuras de la oposición que lideran las encuestas en nuestro país estén haciendo su campaña sobre la base del “cambio”, ya sea de régimen (lo que sea que entiendan por eso), de las élites económicas y políticas, o simplemente de políticas públicas. Ello, en sí mismo, no tiene nada de malo; por el contrario, el cambio es consustancial a la democracia y todo cambio de gobierno implica cierto grado de diferenciación respecto al gobierno saliente. Lo malo es cuando ese cambio se busca construir más a partir de un cálculo meramente electoral que de un cambio real y profundo.

Ante una población cada vez más demandante e insatisfecha, se ha vuelto muy común que los candidatos de todos los partidos y de todos los niveles, en un intento por granjearse el voto de los ciudadanos, ofrezcan dádivas (disfrazadas de ayudas o apoyos económicos) a ciertos grupos sociales –no necesariamente vulnerables–. En algunos casos estos apoyos pueden estar justificados, pero en la mayoría no tienen mayor sustento que no sea el asistencialismo electoral; sin embargo, tal parece que asistimos a una subasta pública para ver quién ofrece más. Un día sí y otro también oímos o leemos que tal o cual candidato ofreció un ingreso básico universal, una ayuda económica para los jóvenes que no estudian ni trabajan, un apoyo en efectivo para las mujeres por el simple hecho de ser mujeres, entre otros, y así cada día nos encontramos con un nuevo tipo de transferencia en efectivo que se ofrece a los electores. Esto me recuerda lo que en economía se conoce como la “carrera hacia el fondo” o “carrera hacia el abismo” (race to the bottom en inglés) y que, en pleno apogeo de la globalización a finales del siglo pasado y principios del actual, se refería a la competencia que libraban los países para atraer inversiones de las grandes multinacionales mediante la reducción de impuestos, el otorgamiento de subsidios y de otros incentivos (por ejemplo, terrenos, agua, electricidad). A final de cuentas, quien ganaba la carrera atraía la inversión, pero al mismo tiempo los beneficios de la inversión se veían opacados por el costo incurrido en atraer la inversión. De manera análoga, los beneficios de otorgar dádivas pueden verse muy fácilmente contrarrestados no solo por el costo mismo de estos programas, sino por el elevado costo de oportunidad que representa el no destinar esos recursos a proyectos productivos creadores de fuentes de empleo que en un futuro les permitan a estos mismos beneficiarios contar con empleos e ingresos propios.

México necesita, además de proyectos productivos, propuestas concretas y viables en temas que hasta hoy han quedado fuera del debate público o que solo han sido abordados de manera tangencial y parcial: política educativa (el discurso ha girado exclusivamente en torno a si se deroga o no la reforma educativa), política energética (igualmente todo ha girado en torno a los contratos que han sido otorgados), pensiones, seguridad social, política industrial, política fiscal (¿cómo hacer, por ejemplo, nuestro sistema tributario más redistributivo?), entre otros. Ofrecer dádivas en época electoral no empobrece, la factura –política y económica– vendrá después, y tal vez, como está sucediendo en Francia, el electorado no será muy paciente con el nuevo gobierno para esperar a ver resultados.

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