Jorge L. Velázquez Roa

@JorLuVR

Es una realidad inobjetable que con la toma de posesión de López Obrador como presidente de México vendrán cambios profundos en la vida nacional, tanto en lo político como en lo económico y en lo social. El propio presidente, durante su discurso de investidura, no sólo dijo que será una transformación profunda y radical, sino también repitió que los cambios se harán rápidamente para hacer más difícil su reversión por parte de sus adversarios políticos.Por lo demás, el nuevo gobierno y su partido tienen la fuerza de impulsar dichos cambios, aun cuando éstos requieran de modificaciones constitucionales.

¿Y cómo no habría de ser así? Si el poder formal e informal del nuevo gobierno es inmenso. El que los cambios sean para bien o para mal del país, eso parece ser lo de menos, como quedó evidenciado con el tema del aeropuerto y el caso del avión presidencial cuya cancelación y venta respectivamente costarán cientos de millones de dólares del erario público. Lo importante es mandar mensajes simbólicos y que la gente que simpatiza con su movimiento y/o se siente agraviada – por la razón que sea – oiga lo que quiere oír y tenga así una esperanza, independientemente de si lo propuesto es coherente o viable. Cuando se quiere a toda costa pasar a la historia como el mejor presidente de México, lo importante es que el pueblo lo vea como la única esperanza, lo aclame y lo quiera, para así asegurar su lugar en la historia. Todas sus acciones están encaminadas a ello y es desde esa perspectiva que todas sus acciones públicas deben ser analizadas y entendidas.

Hay que reconocer que el presidente cuenta para ello con un don sin igual para la comunicación política, la cual aprovechó de manera impecable durante su discurso del 1° de diciembre. No hubo ninguna novedad durante el mismo, pero repitió lo que cualquier persona sensata quiere oír: lucha contra la corrupción, precios justos (lo que sea que ello signifique), bajar el precio de las gasolinas cuando el plan de refinerías termine, no aumentar la deuda pública, no más impuestos, reducción del gasto publicitario del gobierno, entre muchas otras propuestas. ¿Quién en su sano juicio se opondría a semejantes cosas? Queda clara su agudeza y sensibilidad política, ya que sus diagnósticos sobre nuestros problemas son acertados, desafortunadamente las soluciones están más cargadas de ideología, fe y (re)sentimiento que de realismo y, sobre todo, de una explicación clara de cómo se implementarán.

No obstante lo anterior, hay evidentes contradicciones en los principales mensajes de su discurso. Por un lado fustigó al neoliberalismo, al que acusó de todos los males y la “bancarrota” de México, pero al mismo tiempo anunció que (i) respetará la autonomía del Banco de México, (ii) conservará la ortodoxia fiscal (i.e. no habrá déficit público) y (iii) en anteriores ocasiones aplaudió el acuerdo alcanzado con Estados Unidos y Canadá en la renegociación del Tratado de Libre Comercio, y el Senado dominado por Morena lo ratificará. ¿Cómo conciliar tan evidente contradicción al conservar como parte de su política económica estos tres elementos que forman parte toral del llamado neoliberalismo? ¿Pedirá al Senado que no lo ratifique?

El combate a la corrupción fue también parte central de su discurso, pero en ninguna parte hizo mención alguna del Sistema Nacional Anticorrupción o del fortalecimiento de sus instituciones. Evidentemente su voluntarismo no serásuficiente para luchar con tan grave flagelo, como quedó claro en su paso por el Gobierno del entonces Distrito Federal (por cierto, Miguel de la Madrid inició su sexenio también con una campaña de renovación moral y lucha contra la corrupción, la cual también fracasó rotundamente). Al mismo tiempo, reiteró un perdón anticipado a todos aquellos que hayan incurrido en este tipo de actos en el pasado ¿dónde está entonces la búsqueda de justicia y castigo para la mafia del poder? ¿Dónde quedó la congruencia? Finalmente, llama la atención que haya agradecido al presidente Peña su “no intervención” en las pasada elecciones, pero no haya hecho un reconocimiento a las autoridades electorales, en particular al Instituto Nacional Electoral, que junto con miles de ciudadanos organizaron y procesaron la jornada electoral en la que resultó triunfador.

Por primera vez en la breve vida democrática de nuestro país, la izquierda asumió la Presidencia de la República, en lo que se ha denominado la tercera alternancia. Este hecho en sí mismo es sano y benéfico para nuestra vida democrática, ya que la pluralidad de nuestro país no puede expresarse a través de visiones únicas o decimonónicas. Más allá de esto, sin duda habrá cambios positivos, particularmente en lo social. La preocupación por reducir la pobreza y cerrar las graves brechas de desigualdad y, en consecuencia, incorporar esta perspectiva en las políticas públicas, es un signo alentador para la construcción de un país más justo. Igualmente, hay otras propuestas, que a pesar de ser controvertidas y arriesgadas, pueden resultar efectivas si son adecuadamente instrumentadas. Si las intenciones son buenas ¿para qué contradecirse? Como él bien dice, el pueblo no es tonto.

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